
"Parece que hubiera sido ayer-dice mi abuela sentada trás la estufa a leña- cuando la ola se lo llevó todo".
Cada 21 de mayo, entre la fritanga de empanadas de carne o de mariscos, sentados a la mesa en la casa de mi abuela, riendo con mis tíos, primos, hermanas y demás familia, los ojos de la anciana a medida que avanza la sobremesa se van tornando más tristes y brillosos y la conversa desemboca en el mismo hecho: el terremoto de 1960. De entre sus memorias hilvana un relato no de miedo o de terror, sino de inmensa tristeza. La tarde apacible en el Barrio La Arena, ubicado en la actual costanera, entre el muelle y la Playa de Fátima, y cómo el retumbar furioso de la tierra inicio la tragedia. En sus detalles no hay grados ni horas ni minutos de duración, hay vida y verdad, miedo y pena. Sus palabras nos trasladan a los momentos anteriores, a la tranquila residencia de bordemar compartida por sus padres, La Ica y Antuco, por Armando su marido y por los niños. Como cada fiesta, probablemente mi abuelo estaría reponiendo la caña del día 21 de mayo, y ella seguramente estaría conversando con su mamá o cuidando a los niños.
El ruido y el temblor iracundo rompieron para siempre su calma, fueron segundos para sacar a sus hijos y huir todos; de las cosas, nunca más se supo. De la casa tampoco. El terremoto no mató el Barrio La Arena, fue el mar. Cuando el miedo dio paso al asombro trás el fuerte remezón, el mar comenzó su engañosa retirada. Muchos incautos acudieron hacia la costa desnuda a buscar peces, mariscos, o sólo a mirar el extraño suceso. En ese momento se desató el caos. Con mortal poder el tramposo mar, convertido en una ola gigante comenzó su carrera de vuelta hacia Ancud. Muchos no se dieron ni cuenta, pero quienes miraban desde la orilla o las calles cercanas lo vieron, una increíble boca de mar tragaba todo cuanto sus húmedos y feroces colmillos podían engullir.
Espantados, los cientos de ancuditanos que habían terminado la siesta de manera tan abrupta, huyeron hacia los cerros. El mar les pisaba los talones y la muerte navegaba hacia el pueblo incontenible, violenta, feroz. El éxodo forzado desparramó a la gente por los alrededores, separó familias, matrimonios, pololos, hermanos. Cuando todo pasó, sólo el llanto, el miedo y la extraña alegría por estar vivos llenaban el ambiente. La noche fría fue la cobija de tantos que ahora no tenían nada.
Con el paso de los días, llegaban noticias de familiares en cerros o campos aledaños, de la tía que fue rescatada por un vecino, de los hijos que fueron cuidados por amigos o desconocidos, de aquellos que ya no estarían más. También supieron que no estaban solos en tanta desgracia, que Valdivia y otros lugares del Sur habían corrido suerte similar. Poco a poco se organizaron los sobrevivientes y comenzaron la búsqueda y la reconstrucción. Las autoridades locales, sin embargo no dieron abasto ante tanta necesidad urgente, y como siempre, los aprovechadores carroñeros sacaron sus garras para recibir lo que no les correspondía.
Los grupos mejor organizados iniciaron conversaciones para obtener respueta rápida a sus carencias; ropa, comida, casa. Los del Barrio La Arena, aguerridos pescadores y obreros, se pusieron manos a la obra, y poco a poco, comenzaron a avanzar hacia los terrenos en los que se construía una población en el sector alto de la ciudad, lejos, bien lejos del mar. Se asentaron sin permiso, con el derecho de no tener nada, junto a sus familias, ocupando muchas veces varias familias los pabellones que aún no eran viviendas.
-Así fue no más que llegamos todos acá-dice mi abuelita- con los ojos mirando allá lejos al pasado.
Hoy, cuarenta y nueve años después, la Población Inés de Bazán de Ancud luce gloriosa su estampa luchadora, organizada...saludos, vecinos, que el ejemplo de unidad y esfuerzo de nuestros abuelos, tíos y padres venga a nosotros en este nuevo año que, con tristeza por los que no están, pero con ojos llenos de futuro, recordamos.
1 comentario:
Tristes recuerdos con una mirada llena de futuro. ¡ Chiloe es mi tierra querida...!
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