I
Estiró la mano y a tientas, como cada mañana, detuvo el despertador del celular. Las seis treinta, y la cabeza aún no se despejaba del todo del sueño que le envolvía, mientras lentamente se coloca los anteojos y mira desganado las tablas de la litera. Con cierta ceremonia toma un cigarrillo de la cajetilla y lo enciende, aspirando suavemente el dañino humo matinal. Observa como hipnotizado las líneas celestes que se dibujan en la penumbra de la pieza a esa hora, cuando la luz del día apenas recorta la silueta de los cerros, allá lejos tras las ventanas.
Todavía fumando se sienta en el borde de la cama y enciende el pequeño televisor apostado en un destartalado velador de madera. La guapa conductora de noticias apenas alcanza para llenar la ausencia femenina de su dormitorio barato de pensión sureña, cuando advierte con una mezcla de desagrado y alegría que su pucho casi le quema los dedos.
Como rebobinando una antigua cassette, intenta repasar los hechos ocultos en su cabeza. ¿Qué habré dicho o hecho anoche?, se martillea las neuronas tratando de recordar sus acciones, pero apenas trata de hacer volver el tiempo algunas horas atrás una espesa nube cargada de ron y marihuana, de risas y música toma por asalto su memoria y le impiden ver con claridad los acontecimientos recién pasados. Un bar, se dice, un pub de esos rancios que hay en Quellón-¿corsario?, ¿taberna?- lo que tiene claro es que esta vez, al menos, no terminó haciendo show en ninguna casa de putas del puerto, eso lo sabe, eso sí, se repite, confiado en los escasos recuerdos que le permite su atrofiada cabeza aún bamboleándose entre la embriaguez nocturna y la segunda borrachera después del primer cigarrillo mañanero. Y justo cuando quiere empezar a vestirse para la pega, justo cuando busca sin mucha suerte calcetines limpios y calzoncillos en buen estado recuerda, con rabia, y con risa después, que es sábado por la mañana, no viernes, chucha, mejor por un lado, que si no, fijo que otra vez lo agarraban para la palanca en la pega, que párala un poco, que prende con agua, y vámonos jajajeándonos con el caracho; una vez más a media estaca en el trabajo, hablando pa’l lado, respirando a la inversa, para que jefe no cahe.
En pelotas y tirado sobre la cama deshecha deja pasar el tiempo y enciende un segundo cigarrillo-después, como siempre, pierde la cuenta, un poco para sentirse menos culpable, un poco para mentirse a sí mismo- mirando la tele sin verla de verdad, sin siquiera escuchar las noticias, para qué si son las mismas de anoche, mientras el sol intruso de noviembre se cuela lentamente por las destartaladas ventanas, anunciando que la caña de hoy será más feroz, que morderá las sienes más fuerte. Tumbado boca arriba, se esfuerza en soportar la resaca y, soñadoramente recuerda a Fito -”tener que vérmelas con la resaca”- y sonriendo sigue tarareando para sí desafinado la melodía del tema. Tiene claro que es una burla de él mismo esa mañana de sábado, ojos rojos, hediondo a tabaco y trago, aliento pestilente y otro cigarrillo en la boca. Se deja seducir por las líneas de humo y por momentos cabecea, bosteza, y vuelve a despertar.
Repasa como en el catecismo los sucesos de anoche; llamé a J y después a K, sin éxito, solo no salgo nica, pensó, se puso la chaqueta y de reojo, con cierta despreocupada vanidad, se miró en el espejo tocándose la barba, pasándose rápido una mano por el pelo, bien, bien no estoy, pero es lo que hay, y después de revisar su billetera contando tres billetes, se dispuso a salir. Sí, de todos modos, y como casi todo en su vida, sin pensarlo, salió solo.
II
Ella se miró al espejo, ritual corriente para no olvidar su belleza. Con justificada vanidad y posando, con cierto aire televisivo, se veía al espejo y se sabía rica. Aunque no siempre fue así, pues le había costado lágrimas de sangre la pinta actual; dietas, privaciones, rabias, colon irritable, todo con el fin último de agarrar un buen partido, un hombre que la sacara de este pueblucho de mala muerte en el que por aciagos juegos del destino había nacido. Con el cuidado de siempre, y con la sabiduría de un alquimista medieval, mezclaba los cosméticos para dar con el tono justo para verse absolutamente asombrosa. Cada línea del lápiz labial, cada brochazo de la máscara de pestañas debía caer en el lugar preciso para resaltar los delicados y bellos rasgos de su rostro.
La ropa “de boutique” en la pieza rosa colgada con cuidado en el closet la invitaba a pensar. Su amigo- si su cálculo no estaba errado y su billetera era acorde a la previa tasación que ella, como de costumbre hacía al conocer a un hombre- la llevaría al usual recorrido; una invitación a comer al mejor restaurante del lugar, unos tragos de nombre ingenioso en un pub de moda, la sagrada pasada por la disco alejada de la ciudad-la idea era que su hombre pagara una buena suma por su compañía-, para terminar en algún lugar romántico con un buen sexo automotriz o una pasada por algún motel parejero. Tenía que elegir las prendas con cuidado quirúrgico, todo top, pero cómodo. Sabía que cada una de las pilchas debía ser lo más única posible, polera, sweater, jeans, las botas, los accesorios, todo a imagen y semejanza de los catálogos de Avon, Ripley y Falabella que estudiaba sagradamente lo domingos en su cama mirando tele o chateando.
Miraba su celular parejero-el otro era para las cosas cotidianas- esperando impaciente el llamado respectivo. Al sonar, con el clásico ring tone de moda, dejaría que el galán se desespere un rato al otro lado de la línea, su idea era hacer las cosas difíciles. Era parte esencial del ritual de cortejo que acostumbraba instalar entre ella y sus pretendientes, “mis fans”, como solía llamarlos, en una actitud un tanto farandulera, propia de su cabecita atrofiada por tanto programa de televisión.
Luego de unos pocos segundos, se dignó a responder al Romeo de turno con su mejor tono sensual, “¡hola, que temprano llamaste!”.
- Todavía no estoy lista- dijo mentirosa -vas a tener que esperar un rato-.
Aunque hacía horas que estaba lista, vestida, peinada y maquillada, no podía demostrar que se moría de ganas de largarse ya de su casa, para no seguir confundiéndose con la monótona noche hogareña; sus padres en el living mirando tele, el pajero hermano chico descargando porno en el Internet y sus hermanos mayores llegando del partido de baby. La típica postal de la clase media quellonina, con el telón de fondo de la casa de subsidio, coronada por una combustión lenta recién comprada en treinta y seis cuotas en Sodimac.
Minutos después se oyen fuera de la casa los bocinazos de una cuatro por cuatro, y desde el segundo piso se desliza un claro y fuerte “mamá, dile a P… que ya bajo”. Taconeo feroz en la escala, un adiós veloz entre la puesta de abrigo y la llegada al picaporte y el portazo que cierra la escena